El ser humano, como ser social, necesita del vínculo con los otros para ir forjando su identidad como persona así como su sentido de pertenencia. Un elemento esencial para una relación de crianza adecuada es la seguridad afectiva y emocional. A lo largo de la vida vamos a experimentar sucesivas pérdidas y el dolor asociado a éstas va a depender de la intensidad del vínculo que teníamos con la persona fallecida. De cómo elaboremos el duelo va a depender que podamos seguir enfrentando la vida con la mirada puesta en el futuro, sintiendo el presente y dejando atrás el pasado, ya sin dolor ni rencor, con el andar ligero que tiene el que anda con la mochila cargada con lo imprescindible para seguir su camino. El adulto cuenta siempre con la experiencia, sin embargo, en el niño todo es nuevo para él y depende del adulto para que lo instruya y lo guíe. Un adulto con sus partes rotas y desintegradas difícilmente será un buen mentor, de ahí la importancia que, tanto el niño como el adulto tengan la oportunidad derecomponer esas partes rotas e integrarlas en su vida para seguir con ésta sin el peso del dolor.
“Únicamente aquellos que evitan el amor, pueden evitar el dolor del duelo. Lo importante es crecer, a través del duelo, y seguir permaneciendo vulnerables al amor”
John Brantner
1. PÉRDIDA Y DUELO
1.1. Definición del duelo
El duelo, del latín dolus: dolor, puede ser definido como el proceso por el que atraviesa una persona ante la muerte de un ser querido. Hay muchas y variadas definiciones sobre el duelo y no siempre van unidas, o están relacionadas, con la muerte. Payás (2010 *) define el proceso de duelo como la pérdida de relación, la pérdida del contacto con el otro, que rompe el contacto con uno mismo. Podemos atravesar distintos procesos de duelo a lo largo de toda nuestra vida: desde la muerte de un ser querido, la ruptura con nuestra pareja o de aquel amigo de la infancia que de pronto se convierte en un desconocido, una mudanza, un cambio de trabajo o el niño que de pronto se da cuenta de que no es tan niño y que aquellos juegos que antaño le divertían ya no colman su alegría.
(*) Nota: todos los autores citados, aparecen en el PDF citado en la bibliografía de esta publicaciónEl apego es el vínculo que se establece en el momento del nacimiento, principalmente con los cuidadores primarios. El proceso de duelo es la reacción que se produce ante la pérdida de una relación cercana. La continuidad de lazos es una herramienta que utilizan los dolientes para mantenerse unidos al fallecido.
.... En términos generales, el apego seguro se relaciona con un proceso de duelo más adaptativo y el apego ansioso y evitativo dificultan el proceso de duelo. Por otro lado, la continuidad de lazos con el fallecido resultará adaptativa o desadaptativa en función de si se ajustan o no al sistema de significado dominante de la persona.
Revista de psicología de la salud
1.2. El apego
El apego es el punto clave de todo proceso de duelo. En afecto, si no existe ningún apego hacia una persona, un animal, una cosa, un objeto o un ideal, realmente, el duelo no existe. El término apego fue introducido por Bowly (1998, citado en Repetur y Quezada, 2005), posteriormente fue estudiado por Ainsworth (1979, citado en Repetur y Quezada, 2005) y es actualmente utilizado por los teóricos del desarrollo y del vínculo (Repetur y Quezada, 2005). El vínculo del apego proviene de la necesidad que los humanos tenemos de protección y seguridad; se desarrolla a una edad temprana, siendo el primer vínculo el que establece un niño con su madre; se dirige a unas pocas personas, aunque el vínculo con éstas puede ir variando a lo largo de la vida, así como vamos estableciendo nuevos vínculos a medida que crecemos, a la vez que vamos dejando otros atrás.
Aunque existen diferencias importantes entre el apego de los niños a su cuidador y el apego entre adultos, la capacidad de utilizar a la figura de apego como base de seguridad se mantiene a lo largo de toda la vida. Entre adultos, la figura de apego es una persona con quien podemos contar, y que puede contar con nosotros. Alguien a quien nos sentimos cercanos, próximos, en sintonía. En los niños se trata de una relación especial que éste establece con un número reducido de personas. Es un lazo afectivo que se forma entre él mismo y cada una de estas personas, un lazo que le impulsa a buscar la proximidad y el contacto con ellas a lo largo del tiempo.
Ainsworth (1979, citado en Repetur y Quezada, 2005) desarrolló los principales tipos de apego a raíz de sus estudios sobre los tipos de relaciones de numerosas familias y, por tanto, el grado de apego entre los bebés y las madres de dichos núcleos familiares. Con base a sus observaciones estableció los siguientes tipos:
Apego seguro: La persona se ha criado en un entorno seguro y afectivo, con las necesidades propias de protección y cuidado cubiertas. La persona con este tipo de apego tenderá a mostrar más confianza en sí misma, seguridad y facilidad para establecer relaciones sociales sanas.
Apego ansioso-evitativo: en la infancia, el menor no se ha sentido protegido ni cuidado, a nivel afectivo, por su madre, la cual se ha mostrado insensible ante sus demandas de acercamiento, proximidad…y pasiva, sin ejercer ningún tipo de estimulación positiva en el menor. Las personas criadas según este tipo de apego suelen mostrarse distantes ante los demás y tienden al alejamiento físico.
Apego ansioso-ambivalente: durante la crianza el menor ha tenido respuestas ambivalentes por parte de su madre, la cual en ocasiones se mostraba cercana, cálida y próxima en el menor y en otras ocasiones, ante la misma situación, mostraba una total despreocupación e interés. Los estudios nos describen a estos niños como ansiosos, hipersensibles, con respuestas desproporcionadas y escasatolerancia a la frustración.
Los tres tipos de apego descritos por Ainsworth han sido considerados en la mayoría de investigaciones sobre el apego. Main y Solomon (1986, citado en Escudero, 2013) señalan la existencia de un cuarto tipo: Apego desorganizado: se definen dos tipos de pautas de crianza dentro de este contexto del apego desorganizado:
Tipo atemorizante-autorreferente: el menor se ha criado con padres calificados de intrusivos, agresivos, con escasa o nula empatía al menor. Se describen niños que se muestran agresivos, manipuladores, con tendencia a castigar a sus iguales.
Tipo atemorizado-inversión de roles: hace referencia al tipo de crianza en que los padres han depositado la responsabilidad y la labor de crianza en el propio niño. Los expertos describen a estos niños como complacientes, con tendencia a la soledad y una alta inhibición en algunas relaciones interpersonales.
Con el fin de establecer una relación entre el tipo de apego del menor respecto al tipo de apego que experimentaron sus progenitores, George, Kaplan y Main (1985, citado en Oliva, 2004) diseñaron un cuestionario en el que se preguntaba a los sujetos por el recuerdo de sus experiencias de apego durante su infancia, teniendo en cuenta, principalmente, la interpretación y elaboración que hacían de las mismas. Obtuvieron las siguientes categorías:
Padres seguros o autónomos: que muestran coherencia y equilibrio en su valoración de las experiencias infantiles, tanto si son positivas como si son negativas. Este tipo de padres suelen ser afectuosos y cálidos con sus hijos. Estos modelos se corresponderían con el tipo de apego seguro encontrado en niños.
Padres preocupados: viven sus recuerdos infantiles con mucha intensidad y suelen expresar rabia acumulada hacia sus padres. En la relación con sus hijos tienden a un comportamiento ambiguo y un tanto caótico, con cierta represión hacia la conducta exploratoria del menor.
Padres rechazados: tienen tendencia a idealizar la relación con sus padres y a ser superficiales en la expresión de sus sentimientos y emociones. En la relación con sus hijos se pueden mostrar distantes e incluso manifestar conductas de rechazo hacia ellos.
Algunos estudios encuentran una cuarta categoría: padres no resueltos, que serían el equivalente del apego inseguro desorganizado/desorientado. Se trata de sujetos que presentan características de los tres grupos anteriores.
Respecto a los diferentes tipos de apego Galán (2010) advierte que no se debe caer en el error de esperar una reproducción literal de las respuestas de comportamiento ni considerarlo como una clasificación de la personalidad. Se trata más bien de una guía que nos puede ayudar a entender ciertas tendencias de vinculación en las relaciones afectivas y como éstas se van trasmitiendo de padres a hijos. Este autor destaca que si descubrimos los elementos que permiten la transmisión de formas problemáticas de apego podremos orientar con mayor eficacia las intervenciones.
Diversos estudios e investigaciones, como los realizados por Soares y Dias (2005), señalan que la aparición de los trastornos de apego asociados a experiencias traumáticas en la infancia puede producir consecuencias negativas que se prolongan con el tiempo si no son debidamente tratadas en su momento, como la dificultad de poder establecer relaciones afectivas maduras y equilibradas en el futuro. El tipo de apego que una persona ha vivido en su infancia puede generar un círculo vicioso al revivirse de forma continua en las relaciones con los demás, ya que establecen un patrón de respuesta y expectativas respecto a las relaciones más cercanas.
1.3. Fases del duelo
El sufrimiento causado por la pérdida constituye, en muchos casos, según Cabodevilla (2008), una experiencia penetrante hasta el núcleo de nuestro ser, como muy pocas otras cosas pueden hacerlo. Aunque las personas experimentamos y expresamos las pérdidas de diferente manera, la mayoría de autores coinciden en que se trata de un proceso que atraviesa por distintas fases o etapas que suelen ir acompañada de una serie de emociones y sentimientos, los cuales difieren según la fase en la que se encuentre el individuo.
Bowlby (1961, citado en Villaumbrales, 2012), en un trabajo publicado en 1961, señaló que el duelo puede dividirse en tres fases principales, que posteriormente se ampliaron a cuatro:
Fase de embotamiento: La persona se siente aturdida e incapaz de aceptar la noticia. En algunas ocasiones describen no sentir nada durante minutos y posteriormente sorprenderse al darse cuenta de que están llorando. Esta calma antes de la tormenta quedaba a veces rota por una descarga de extrema emoción, por lo general de pavor, pero con frecuencia de ira y en algún caso de un júbilo paradójico.
Fase de anhelo y búsqueda de la figura perdida: Durante esta fase la persona apenada está sumida en una tendencia a buscar y recuperar la figura perdida. Los componentes de esta secuencia son los siguientes: movimiento incesante por el entorno y búsqueda con la mirada; pensar incesantemente en la persona perdida; establecer un conjunto perceptivo correspondiente a dicha persona, es decir, una disposición a percibir y prestar atención a cualquier estímulo que sugiera su presencia e ignorar aquellos otros que no pueden referirse a esta finalidad; dirigir la atención a aquellas partes del entorno en las que es probable pueda estar la persona perdida; llamarla.
Fase de desorganización y desesperación: La capacidad de solución de problemas y de hacer frente a los acontecimientos se desborda, así como las estrategias convencionales de afrontamiento. De acuerdo a Campos (2012) se trata de un estado temporal de shock, que puede seguirse de negación, confusión, terror, tristeza, aplanamiento emocional, culpa. La persona se encuentra sumergida en un estado que la hace potencialmente vulnerable. Se trata de una fase en la que el dolor por la pérdida se hace más patente y en la que resulta clave la integración de los sentimientos y emociones para poder superarla de forma eficaz y adaptativa.
Fase de un grado mayor o menor de reorganización: Bowlby (1961, citado en Worden, 2002) describió que la frecuencia con que aparece la ira como parte de un duelo es muy alta así como era corriente sentir cierto grado de autoreproche, centrado habitualmente en algún pequeño acto de omisión, o cometido en relación con la última enfermedad o con la muerte.
No hay un tiempo estipulado para cada etapa pues todo ello depende de cada persona y de las circunstancias que le rodean en el momento de la pérdida. El dolor tiene sus tiempos, sus ritmos, las etapas de la vida se van sucediendo unas a otras sin apenas darnos cuenta de ello, vamos dejando atrás situaciones, personas, vivencias, y cada una de ellas va dejando una impronta, un sello que va forjando nuestra identidad.
1.4. Factores que influyen en el duelo
Durante el proceso de la elaboración del duelo y de las condiciones que lo facilitan o lo perturban, Worden (2002) señala como los principales determinantes del duelo los siguientes:
1. Quién era la persona fallecida: Su parentesco, la intensidad de la relación,
roles desempeñados por ambos, etc. nos dan una idea del alcance de la pérdida.
También influye la edad del deudo: no asimilará igual la muerte uno de los
progenitores, hermano, etc., un menor de 5 años que otro de 12 años, ya que
tendrán diferentes respuestas ante el duelo. El estilo relacional determina
también en gran medida la respuesta al duelo, siendo los casos más complicados
aquellos en los que el deudo dependía en gran medida del fallecido, cuando la
relación entre ambos era ambivalente y cuando quedaban entre ellos conflictos
no resueltos.
2. La naturaleza del apego: (la intensidad del vínculo). La reacción emocional
aumentará su gravedad proporcionalmente a la intensidad de la relación afectiva.
La ambivalencia en la relación: en cualquier relación íntima siempre hay cierto
grado de ambivalencia. Básicamente se ama a la persona pero también coexisten
sentimientos negativos. Normalmente en una relación altamente ambivalente,
como señala Worden (2002), existe una cantidad tremenda de culpa, unida a una
rabia intensa por el hecho de que el fallecido le haya dejado solo/a. Los
conflictos con el fallecido son también determinantes.
3. Tipo de muerte: Saber cómo murió la persona nos puede aportar información
sobre cómo va a elaborar el duelo la persona superviviente. Tradicionalmente las
muertes se han catalogado bajo las categorías NASH: natural, accidental,
suicidio y homicidio. Otras dimensiones asociadas con el tipo de muerte
incluyen dónde se produjo la muerte a nivel geográfico, si ocurrió cerca o lejos y
si había algún aviso previo o se trata de una muerte inesperada. También se tiene
en cuenta si se han dado pérdidas múltiples, como, por ejemplo, cuando mueren
varios miembros de una misma familia en un accidente de tráfico. Si se trata de
una muerte ambigua, como es el caso de personas desaparecidas de las que se
desconoce su paradero y que después de un tiempo se dan por muertas; o si es
una muerte estigmatizada.
4. Antecedentes históricos: Si ha tenido pérdidas anteriores y cómo se elaboraron
dichos duelos. Es importante conocer la historia de salud mental previa de la
persona, si tiene, o ha tenido, tendencia al abuso del alcohol o drogas u otros
comportamientos adictivos o perjudiciales para su salud. Neimeyer (2001)
señala que la “lista de experiencias recientes” de Holmes y Rahe permite
recopilar un listado y una valoración de los acontecimientos cambiantes que se
produjeron seis meses y/o un año antes de la muerte. Concluye que las personas
con un número grande de cambios ante el duelo tendrán más dificultades con el
mismo. Sin embargo resalta que el mero listado de las crisis vitales es
insuficiente, también es necesario evaluar cómo creen las personas que les
afectan esas crisis vitales.
5. Variables de la personalidad: Bowlby (1980, citado en Worden, 2002) incluye
variables como la edad y el sexo de la persona, antecedentes de cómo ha
manejado otras situaciones de crisis en su vida y la capacidad de resilencia.
También se tendrá en cuenta el estilo de apego desarrollado en la infancia como guía para saber qué tipo de comportamientos pueden desencadenarse tras la pérdida. Las creencias y valores de la persona también pueden influir en la
forma en que el deudo va a elaborar el proceso de duelo.
6. Variables sociales: Neimeyer (2001) considera que la subcultura étnica y social
son sólo dos entre muchas. En la fe judía se respeta el shiva, un período de siete
días en que la familia está en casa y los amigos y familiares vienen a ayudarles
para que puedan elaborar el duelo en las mejores circunstancias. A esto le siguen
otros rituales como ir al templo y descubrir la lápida en el primer aniversario de
la pérdida. Los católicos tiene sus propios rituales al igual que los protestantes.
Este autor señala la importancia de conocer los antecedentes sociales, étnicos y
religiosos del superviviente. El grado de apoyo emocional y social percibido que
se recibe de los demás, tanto dentro como fuera de la familia, es significativo. La
mayoría de estudios encuentran que aquellos que progresan menos en el duelo
tienen un apoyo social inadecuado o conflictivo.
7. Tensiones presentes: Cambios simultáneos y crisis que surgen después de la
muerte, incluyendo graves cambios económicos.
1.5. Elaboración del duelo
Nadie decide conscientemente cómo reaccionará ante una pérdida. En la elaboración del duelo influyen determinados factores, tanto internos como externos. La respuesta del individuo podrá estar determinada por el tipo de personalidad, la experiencia acumulada durante la vida, y su actitud ante el mundo. También los compromisos cognitivos mantenidos a nivel racional y ciertas decisiones infantiles inconscientes pueden contribuir a la reacción del individuo (Rubin y Bloch, 2000).
Campos (2012) expone que la persona es como un sistema cuyo funcionamiento CASIC incluye cinco subsistemas: Conductual, Afectivo, Somático, Interpersonal y Cognoscitivo. Durante la elaboración de un proceso de duelo la evaluación debe hacerse en cada área y determinar la respuesta única de las personas al suceso de crisis, sea la pérdida de un ser querido, lesión física, o algún otro suceso. Sus manifestaciones pueden ser de 5 tipos básicos:
Conductual: afecta sus patrones de trabajo, ocio, ejercicio, dieta, juego, sexualidad o desencadena la aparición de conductas indeseables.
Afectivo: experimentación de emociones y sentimientos indeseados y desagradables como ansiedad, odio, enojo, depresión, irritabilidad, hostilidad, ira, aplanamiento y embotamiento afectivo.
Somático: manifestaciones corporales como tics nerviosos, cefaleas, trastornos gastrointestinales, dolor, tensión muscular, debilidad, fatiga, cansancio, insomnio, exacerbación de enfermedades.
Interpersonal: tensión, conflictos e inestabilidad en las relaciones con amigos, familias, compañeros de trabajo o estudios, vecinos y/o conocidos; aislamiento social, disminución en la frecuencia de contacto con otras personas, dificultad para resolver conflictos interpersonales.
Cognoscitivo: preocupación, decepción, desmotivación, cambios en la filosofía de vida, ideas disfuncionales recurrentes, ideaciones suicidas, catastrofización, sobregeneralización, delirios, alucinaciones, pobre autoconcepto, culpabilidad, negativismo.
Villaumbrales (2012) expone que si las emociones que se experimentan durante el duelo no son expresadas y acompañadas, de forma que a la persona se le permita manifestar su dolor y se le validen sus sentimientos sin juzgarlos, éstas pueden terminar convirtiéndose en defensas que con el tiempo terminarán resultando incapacitantes y poco funcionales para adaptarse a la pérdida.
Alba Payás describe en el cuadro siguiente los estados emocionales como mecanismos de defensa más comunes en el duelo (Payás, 2010):
Worden (2002), expone que la recuperación de la pérdida requiere de un período en el que “se trabajen” los pensamientos, los recuerdos y las emociones asociados a la pérdida, desde esta perspectiva el proceso de duelo se convierte en una labor, en la que el doliente debe desarrollar una serie de tareas con las que resolver su duelo. Este autor propone 4 tareas básicas:
I. Aceptar la realidad de la pérdida asumiendo que la marcha es irreversible:
Algunas personas se quedan bloqueadas en esta primera tarea. Llegar a aceptar
la realidad de la pérdida lleva tiempo ya que implica no sólo una aceptación
intelectual sino también emocional. La persona en duelo puede ser capaz de
racionalizar perfectamente el sentido de la pérdida y sin embargo seguir
inundado de emociones de las cuales le resulte difícil desprenderse. Algunos
autores están de acuerdo que los rituales como el funeral, o escribir una carta a la
persona fallecida, por poner un ejemplo, pueden ayudar al individuo en el
proceso de aceptación de la realidad.
II. Trabajar las emociones y el dolor, permitiéndonos mostrar las emociones sin
negar el sufrimiento que supone la pérdida. No todo el mundo experimenta el
dolor con la misma intensidad ni lo expresa de la misma manera. Pueden influir
muchos factores, tanto sociales como culturales, así como características de
personalidad del individuo afectado, que pueden bloquear cualquier expresión de
dolor. Quizá la persona afectada reciba de sus más allegados mensajes cargados
de “buenas intenciones” pero que minimizan los sentimientos y emociones que
se experimentan tras una pérdida: “podrás tener más hijos”; “anímate, estaba
muy enfermo…”. También es posible que el individuo se torne selectivo con sus
pensamientos respecto a la persona perdida, recordando sólo lo positivo o
idealizando a la persona que ya no está, otros pueden recurrir a las drogas y al
alcohol para anestesiar su dolor. Campos (2012) señala que en esta tarea algunas
personas bloquean sus sentimientos y niegan el dolor que está presente. También
pueden evitar los pensamientos dolorosos. Bowlby (1961, citado en Worden,
2002) explica: “Antes o después, aquellos que evitan todo duelo consciente
sufren un colapso, habitualmente con alguna forma de depresión” (Worden,
2002:53).
III. Adaptarse a un medio en el que el fallecido ya no está presente:
desarrollando nuevas habilidades y dando sentido a la propia vida. Worden
(2002) señala que existen tres tareas que se deben abordar tras sufrir una
pérdida: 1) las adaptaciones externas, es decir, como influye la muerte en la
actuación cotidiana de la persona; 2) las adaptaciones internas: cómo ha
afectado la pérdida a la identidad e imagen de sí mismo y 3) las adaptaciones
espirituales: cómo influye la pérdida en las creencias, valores y la propia
perspectiva de la vida de la persona afectada. Campos (2012) señala que esta
tarea puede implicar un estado en el que la persona se puede percibir a sí misma
como inútil, inadecuada, incapaz…los intentos de cumplir con los roles del
fallecido pueden fracasar y esto puede conducir a una pérdida de autoestima en
el que el individuo experimenta una falta de habilidades para hacer frente a la
nueva situación.
IV. Recolocar emocionalmente al ser querido muerto: teniendo claro que la tarea
no consiste en olvidarlo, sino en encontrarle un lugar en nuestra vida psicológica
que nos permita continuar viviendo eficazmente. Los recuerdos nos van a
acompañar a lo largo de la vida y se les tiene que proveer de un espacio de
forma que también quede lugar para lo nuevo, para lo que está por venir y
experimentar.
De acuerdo a Ortega (2011) el duelo se puede dar por terminado cuando la persona recupera de nuevo el interés por la vida, se mantiene abierta a nuevas experiencias y la fe, así como la ilusión en el futuro, aflora de nuevo en su mundo. La persona es entonces capaz de pensar en la pérdida sin experimentar el dolor
Neimeyer (2001) considera que el duelo se vuelve complicado en el momento que la persona, pasado un tiempo, no es capaz de encajar la pérdida del ser querido en su vida, permanece desbordada o recurre a conductas desadaptativas, o permanece estática en un estado sin avanzar en el proceso de la elaboración del duelo.
2. ELABORACIÓN DEL DUELO EN LA INFANCIA
2.1. El proceso de duelo en los niños y sus diferencias con el proceso de duelo en los adultos
Diferentes autores, como Villanueva y García (2000, citado en Pérez, 2008), discrepan respecto a la edad en la que se puede empezar a hablar de duelo. Algunos consideran que no se puede hablar de duelo hasta la entrada en la adolescencia. Durante años se ha tendido a minimizar el impacto que la muerte tiene en la infancia, por la menor capacidad de comprensión y la inmadurez psicológica de los niños. Pérez (2008) señala que el duelo en los niños presenta unos rasgos peculiares, determinados por las características propias de la infancia, ya que se trata de una etapa en la que el carácter y los recursos personales del individuo están en proceso de desarrollo, existe por tanto una gran dependencia del adulto para afrontar y resolver las situaciones problemáticas por encontrarse en proceso de formación.
Lozano y Chaskel (2009) señalan que el entendimiento sobre la muerte y la forma de afrontarlo dependerán de su madurez emocional y su cognición, por lo que el menor podrá presentar las siguientes manifestaciones del duelo según la edad:
Menores de 3 años: La separación es vivida como un abandono y representa
una amenaza a la seguridad, pudiendo experimentar emociones intensas como
ansiedad, incertidumbre de llegar a apegarse a alguien y nuevamente perderlo,
sentimientos de culpa y hostilidad, temor de haber sido causante de la separación
(muerte) o de la infelicidad en la familia.
Entre los 3 y 5 años: Tienen conciencia de la separación y del sentido de
pérdida. Las emociones y conductas pueden ser variables, pudiéndose alternar la
confusión con la búsqueda de la persona fallecida con fases de silencio e
indiferencia. También puede darse un retroceso en la etapa del desarrollo
teniendo conductas regresivas (chuparse el dedo, orinarse en la cama, etc.).
Entre los 6 y 8 años: Las emociones se expresan a través de temores o miedos y
síntomas somáticos: cefaleas, dolores abdominales.
De los 11 años en adelante: Pueden experimentar una gran variedad de
emociones y sentimientos que van desde la rabia intensa a la culpa. La
experiencia de la muerte les puede llevar a preguntarse sobre el sentido de la
vida y de su propia existencia, además de correr más riesgo de desarrollar
conductas desadaptativas tales como beber o ingerir drogas. Lozano y Chaskel
(2009) señalan que a partir de esta edad es cuando se adquiere la
conceptualización “adulta” de la muerte como un evento con cinco
características:
1. Universalidad.
2. Irreversibilidad.
3. No funcionalidad.
4. Causalidad.
5. Continuación no corpórea.
Gamo y Pazos (2009) destacan que en la pre-adolescencia y adolescencia el duelo tiene unas características determinadas porque esta etapa supone una crisis madurativa, quizás la más decisiva en cuanto a la configuración definitiva de la personalidad. Gala, Lupiani, Raja, Guillén, González, Villaverde y Sánchez (2002) señalan que en ese grupo de edad es frecuente la identificación con personas del entorno, por ello si se da una fuerte identificación con alguien que ha fallecido podría darse una actitud suicida. En la edad adolescente, como señala Kohut (1990, citado en Gamo y Pazos, 2009), las tendencias y cambios identificatorios pueden ser muy intensos.
2.2. Riesgos del duelo no elaborado: factores predictores del duelo patológico
Una muerte en la familia supone para el niño una serie de cambios que van más allá de la desaparición de la persona. En el caso del que el fallecido sea uno de los padres constituye uno de los mayores estresores a los que puede enfrentarse (Pérez, 2008), y la familia, en muchas ocasiones, no está en condiciones de asumir y contener el duelo del niño al estar ellos mismos sumergidos en su propio dolor.
Tizón (2013) señala que los principales factores de riesgo suelen estar asociados a las siguientes circunstancias:
- Muerte de la madre antes de los 18 años (y en especial antes de los 11 años).
- Muerte de un hermano/a en la infancia.
- Muerte de un familiar allegado que convivía con la familia.
- Abandono por parte de la madre, el padre o ambos.
- Ambiente inestable por no haber un familiar responsable de los cuidados y
realizar las tareas del fallecido.
- Dependencia del progenitor superviviente.
- Segundas nupcias con una persona que existe una relación negativa.
La dependencia del adulto en la infancia es fundamental. Gamo y Pazos (2009) destacan la importancia de la capacidad de la elaboración de duelos en la infancia y su repercusión posterior en la patología, por lo que consideran vital el detectar los factores posteriores a la pérdida como las relaciones con la familia extensa, el entorno, el medio educativo. Estos autores señalan que el desarrollo infantil lleva a fases de separaciónindividuación cruciales en la constitución de la identidad. La desaparición de los seres queridos lleva también a una separación que afecta a la identidad, pero de forma muy problemática, por vivirse, no como un movimiento activo del desarrollo, sino de forma pasiva, como abandono que puede causar cierta paralización, culpa, maduración precoz, etc.
2.3. Intervención en el proceso de duelo: ¿Qué hacer?
Tizón (2013) expone que el proceso de duelo en los niños difiere al de los adultos por lo que la intervención tendrá que adaptarse a los principales factores que marcan esta diferencia:
1) Su menor desarrollo cognitivo: a pesar de que pueden experimentar una
variedad de emociones ante la pérdida carecen de experiencia y recursos
cognitivos que les ayude a comprender lo sucedido. Hasta los 8-9 años de edad
los niños tienden a asumir los hechos de forma literal, por lo que si se les dice, u
oye decir, que el familiar “se fue al cielo” puede esperar su regreso y fantasear
sobre ese misterioso lugar. Por lo que Tizón (2013) propone hacer preguntas al
menor respecto a cómo vivencia la pérdida y cuál es su idea de ella,
respondiéndole en términos que sean comprensibles para él y que estén de
acuerdo a su desarrollo madurativo.
2) La fragilidad o no integración de sus defensas: se mezcla la fantasía con la
realidad, en parte debido a que las defensas mentales ante el dolor y el conflicto
mental están poco desarrolladas. Puede sentir, por ejemplo, que la muerte de su
hermano ha sido por su culpa, por el mal que le deseó o le hizo en ocasiones. La
participación del menor en el rito funerario u otros rituales ayuda a esa
diferenciación de la fantasía con la realidad, siendo a veces la primera mucho
más aterradora en la mente infantil que la segunda. Después de la pérdida es
fundamental que la familia no se desorganice y siga manteniendo las rutinas de
la vida diaria, aunque sea precisando la ayuda de otros familiares y amigos, de
forma que la pérdida vaya ocupando su lugar; Ayudar al niño a diferenciar la
fantasía de la realidad;
3) Su necesidad de los objetos realmente presentes pueden provocar un duelo
más doloroso y con más riesgo de que éste se complique;
4) Su inmadurez afectiva: la alternancia de afectos que componen las primeras
fases del duelo suelen ser más acusadas en los niños, en parte debido a que éstos
no pueden tolerar durante mucho tiempo un dolor intenso, por lo que se suelen
alternar períodos de tristeza y llanto con la risa y los juegos;
5) Sus modos de expresión particulares: los niños se expresan a través del juego
y a través de éste tiene una vía para comprender, para elaborar y aceptar.
Álvarez (1998) destaca la importancia de ir respondiendo con naturalidad sus preguntas, de acuerdo a su edad y su desarrollo madurativo y cognitivo, evitando respuestas que puedan provocar ansiedad o confusión. Es fundamental no mentir y asegurarnos de que el niño entiende lo que se le dice. El secreto es uno de los aspectos que más añaden dificultad a la elaboración del duelo. Tisseron (1995, citado en Gamo y Pazos, 2009) expuso en su libro “El psiquismo ante las pruebas de las generaciones”, el efecto de pérdidas y secretos de las generaciones anteriores. El enigma ante el pasado de los progenitores o familiares perdidos se configura como una de las fuentes de imposibilidad de elaboración del duelo. Gamo y Pazos (2009) señalan que, de modo preventivo, se debe ayudar a la elaboración del duelo teniendo en cuenta el medio familiar, procurando evitar excesivas negaciones y aportando un ambiente que proporcione seguridad al menor, con figuras sustitutivas con las que pueda vincularse.
CONCLUSIONES
A lo largo de nuestra vida vamos a experimentar distintos procesos de duelo, algunos relacionados con la pérdida de un ser querido, otros relacionados con cambios propios del ciclo evolutivo. El dolor por la pérdida vendrá determinado por el vínculo afectivo que previamente habíamos construido. Muchos de los trastornos que podemos padecer en la vida adulta pueden estar relacionados con experiencias de pérdida que no fueron resueltas de manera adecuada. Según los autores consultados, una elaboración adecuada del duelo posee una serie de indicadores y puede dar lugar a un enriquecimiento personal, individual y psicosocial, mientras que una elaboración inadecuada, como señala Tizón (2013), y de acuerdo a la mayoría de autores, dará lugar a problemas en el desarrollo personal a nivel psicológico, biológico o psicosocial y, en caso de generalizarse ese modelo reaccional, también a problemas sociales.
Respecto al duelo en la infancia, hay una ligera discrepancia entre los diferentes autores en cuanto a la edad en la que se puede hablar de duelo. Se considera que los niños tienen mecanismos de defensa diferentes al de los adultos, lo que, junto con otros factores, lo hacen más vulnerable para enfrentarse a según qué situaciones de crisis vitales. Durante la infancia el niño depende totalmente del adulto, por lo que las relaciones conflictivas con los que son sus referentes, así como el escaso apoyo social durante la elaboración del proceso de duelo pueden tener consecuencias muy negativas para el menor. Según los autores consultados se constata que los niños pueden desarrollar reacciones de pena patológica a causa de sus limitaciones en la comprensión, falta de información y los cambios en su vida. La familia es clave para que el niño pueda elaborar el proceso de duelo: una familia cuyo funcionamiento es normal permite que cada uno de los miembros viva el proceso de duelo a su propio ritmo. Un duelo en una familia es resuelto cuando todos sus integrantes lo han resuelto. Si esto no sucede, ocurre la disfuncionalidad, la patología y/o los trastornos. Por lo que resulta fundamental el poder proporcionar apoyo externo al menor para que pueda normalizar su vida después de la pérdida y aumentar la confianza en sí mismo para poder enfrentar la vida con ilusión y esperanza. Si la familia no resulta un ejemplo de modelado adecuado para el menor será necesario entonces, proporcionarle figuras sustitutivas que le sirvan de referente y con las que pueda vincular.
Bibliografía
PDF: Duelo y Apego: De la creación del vínculo a la
pérdida del mismo